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notas por Marina Hervás (diciembre 2020)

A R I _ M _ _ R I C A.: Puntos interrogativos

Podemos contar casi cualquier historia desde, al menos, dos perspectivas: o bien podemos entenderla como una serie de hitos y grandes momentos o bien asumiendo que no hay nada concluido, que siempre vivimos y habitamos logros momentáneos, frágiles, siempre en revisión. Ambas perspectivas las podemos adoptar para entender elementos tan dispares, aparentemente, como la noción (y dimensión práctica) de la democracia o “la” música. Durante muchas décadas, “la” música se ha entendido así: en singular y bien cerca de la primera opción. Su historia parecería protagonizada por algunas honrosas figuras cuyos éxitos eran celebrados por su excepcionalidad y por su cooperación en el progreso de “la” historia. Así entran, en el relato histórico, los genios y los héroes. Se presupone, en este relato, la idea de que la historia siempre avanza, siempre sigue hacia adelante: algunas personas meramente siguen su curso, que las arrastra indefectiblemente; pero otras, ¡ah, esas otras! ésas cooperan para que todo cambie. El problema de lo “grande” es que desplaza a lo menos grande, dicho con delicadeza, a lo pequeño o a la “escoria”, dicho con agravio comparativo. La segunda línea, que pone en duda lo “grande”, tildado de excepcional, frente a lo ordinario, lo cotidiano, lo que no se ha acreditado como distinto, no trata de igualar toda diferencia, sino más bien rastrear las condiciones que posibilitan tal diferencia. Por lo tanto, lo que constata la segunda línea es que todo podría haber sido diferente. Ese abismo entre lo que efectivamente sucedió y lo abierto, la posibilidad de lo diferente, es el reto que propone este segundo modelo de consideración histórica. Transita con menos optimismo que el primero, pues su objetivo es poner en disputa todo lo que se da por esencial y concluido.

En lo que respecta a la definición de “obra musical”, el primer enfoque considera a cada una de ellas como un “todo”. En términos de Carl Dahlhaus, las obras se toman por “autónomas, individuales, irrepetibles, basadas en sí mismas y existentes por sí mismas”. Habría, así, obras importantes que han conseguido trascender su momento de génesis y recepción. Frente a este modelo, la segunda línea esbozada pone en diálogo la historia de “obras” con la historia política en cada caso. En gran medida, la organización de los conciertos a los que estamos habituados consiste en una colección de obras al modo que hemos aprendido en el contexto de las artes visuales. El museo propone cierto relato sobre las piezas que las hace valiosas por el mero hecho de haber sido incluidas en esa institución. Sus visitantes no participan en la reflexión crítica sobre su validez, sino que, muy al contrario, con cada visita, ratifican y legitiman esa validez institucional. Los conciertos, en la misma línea, configuran el repertorio canónico, cuyos fundamentos muy frecuentemente resultan opacos. El repertorio canónico, así, resulta en gran medida excluyente y limitante para aquellos (aquellas, sobre todo) que nunca reciben una invitación para ocuparlo, ni siquiera para transitarlo.  No siempre se ha tenido, sin embargo, la misma idea de repertorio. Hubo una época en que, a diferencia de hoy en día, se interpretaba lo que se componía en ese momento: no primaba, como en el presente, la reconstrucción más exacta del pasado. De hecho, gran parte de las obras caían en el olvido después de interpretarse y había mucha menos atención a posibles plagios –incluso autoplagios–.Hoy nos encanta ir a un concierto y gritar la letra junto al cantante y nos da paz conocer ya una pieza de antemano (en los auditorios, normalmente, no nos dejan tararear). Así que, en muchas ocasiones, un concierto es una suerte de constatación de lo ya sabido: calma para el cerebro, que no tiene que aprender nada nuevo. Los estrenos y la música actual, sin embargo, ponen el acento en la contradicción histórica que construye nuestros conciertos-museo. Mientras nos esforzamos por programar primorosamente esas “grandes obras del pasado”, lo que realmente podría dar cuenta del pasado es estar muy pendiente del presente. Si, como hemos indicado, en el pasado el núcleo era la novedad y la actualidad, la programación que hoy intente reconstruir el pasado “tal y como ha sido” no debería esmerarse por garantizar la “autenticidad” de su interpretación, sino abogar por el radical presente. Así de compleja es, a veces, la comprensión de la historia. Por tanto, el concierto, siguiendo lo que algún día fue, podría oponerse a la musealización y congelación de obras entendidas como un todo. Por el contrario, parecería que puede situarse como una posibilidad a conocer, cada vez, nuevos diálogos y nuevas propuestas de ida y vuelta: las obras como una pregunta abierta, dirigidas hacia sí mismas y hacia su tradición. En su Teoría estética, T. W. Adorno nos plantea pensar las obras de arte como enigmas. Estos enigmas consisten en preguntarse cómo una pieza ha llegado a ser tal y cómo será su permanencia en el discurso sobre las artes. Cuando pensamos, así, las obras, caemos en la cuenta de que siempre están en movimiento y que, además, movilizan nuestro pensamiento con respecto a nuestras creencias sobre lo que tienen que ser las obras.

Sinoidal ensemble, así, propone poner en duda el concierto como un evento cerrado, en el que el oyente recibe, más o menos pasivamente, el resultado de un proceso que queda oculto. Aquí, el proceso se pone en el centro, así como la noción de que las decisiones son provisionales, que podrían ser de otra manera: es decir, previene todo dogmatismo. Se constata el concierto como discurso, no como orden para el gusto y la recepción. No hay un punto final en ninguna propuesta artística, sino el punto de un signo interrogativo.