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¡ NO ME BASTA EL PASADO !

 

PROGRAMA

 

Alberto Bernal
A tempo, para cuatro saxofones tenores y vídeo.
15'

 

Victoria Cheah
Tell: Quartet, para cuarteto de saxofones
8'30''

 

Hachè Costa

SPECIES || an essay on evolution of sound & animals

12'

 

Helga Arias
Milk spilt on a stone, para cuarteto de saxophones
11'

 

Georges Aperghis
Signaux, para cuatro de instrumentos igual tesitura y timbre
11'

Alex Buess
Hyperbaton, para cuarteto de saxofones (2 tenores, 2 barítonos)
8'

 

 

 

NOTAS AL PROGRAMA
Por Marina Hervás.
Junio 2019.

Una sencilla exclamación, tomada de Gloria Fuertes, vertebra el concierto: ¡No me basta el pasado! Al menos tres elementos confluyen aquí. Por un lado, se anuncia la renuncia a ese deseo cotidiano en el que creemos poder “disponer” del tiempo para organizarlo en pasado, presente y futuro. Por otro, que esa disposición sea “suficiente” -que es el equivalente a “bastar”-. Y, por último -y quizá, esta vez sí, más importante-, dos cuestiones: ¿Qué significa que no nos “baste” el “pasado”? ¿Puede no “bastarnos” el pasado? Ambas preguntas son fundamentales para comprender la complejidad de la relación de los sonidos -llamados música- con la tradición. En el arte en general sucede que no se puede hablar de progreso sin que resulte problemático. Lo vemos con en ejemplo en forma de pregunta: ¿es más avanzado Picasso que Velázquez porque cronológicamente Picasso vivió después que Velázquez? Algo que no dudaríamos en afirmar entre un ordenador de 1990 y uno actual, no es obvio en el arte. Además, todo lo que llamamos pasado en el arte obedece a una serie de creencias, principios, postulados y estrategias que dictan, con más o menos acierto y justicia, lo que merece ser parte de ese pasado y lo que no. Por eso, no se dispone del pasado en un sentido pleno, sino solo de aquello que ha conseguido atravesar la densa malla que deja que se cuelen, para el presente, algunos elementos del pasado. En la música, además, sucede que el tiempo es el elemento fundamental que la constituye. Este tiempo es peculiar, pues no es exactamente el de nuestra experiencia cotidiana ni aquel con el que relatamos nuestras vivencias (justamente, esas coordenadas de “pasado”, “presente” y “futuro”). En la música es posible dilatar o acelerar el tiempo, focalizar un instante, pensar la relación entre tiempo y espacio desde composiciones texturales o introducir la repetición.  Así, la música pone en duda una de las creencias fundamentales en cualquier forma de ordenación del tiempo: y es que éste se puede poseer. ¡Sé dueño de tu tiempo! ¡El tiempo es oro! ¡No pierdas el tiempo! Nuestras experiencias, así, funcionan desde el miedo a la pérdida de algo que debería ser nuestra propiedad principal, el tiempo, que las organiza y posibilita a todas ellas. El pasado no basta porque la música pone al propio tiempo en cuestión y nos invita a pensar, con y a través de ella, en casi todo lo que damos por supuesto con respecto a él. Y, de todo eso, va esta propuesta.

Uno de los primeros objetos que trataron de organizar el tiempo musical era el metrónomo, que convive con la música -al menos- desde 1814. Su propio nombre ya anuncia que toda forma de organizar el tiempo es convertirlo en norma: “medida” (metro) y “norma” (norma), justamente, son las dos palabras que lo forman. Ese tiempo como norma, como principio abstracto regulador, es sobre la que problematiza Alberto Bernal en A tempo. Cuatro metrónomos organizan, desde el principio de forma rigurosa -como cuando se estudia una pieza musical-, el discurrir musical de las cuatro voces. Sin embargo, poco a poco las desviaciones de la norma ponen en evidencia lo frío y mecánico del tiempo simplemente medido, impasible ante formas divergentes -y no reducibles a lo normativo- de discurrir. La paradoja que se abre aquí es que solo hay divergencias en el tiempo si hay una estructura que se mantiene. Solo puede existir lo nuevo si existe algo estable. Solo puede haber transgresión si hay una norma que transgredir.

Lo estático parece el tema de Tell: Quartet, de Victoria Cheah. Planos sonoros brevemente separados entre sí construyen, como alientos, la pieza. Cheah busca, al menos, dos cosas: por un lado, pensar sobre cómo aquello que se repite (como sucede con las rutinas, los hábitos, los horarios de los trenes) se organiza el tiempo cronológico y eso nos permite vivir con la seguridad de lo estable. Por otro lado, la rápida creencia de que, en realidad, “no sucede nada”, nos permite escuchar con más detenimiento a eso que vuelve como meramente repetido: todo aquello que lo cambia a pequeña escala, pues es quizá ahí donde está lo fundamental. Cheah invita así al oyente a aproximarse al evento sonoro desde el vaciamiento del concepto de “evento” y, en general, renunciando a lo lleno gracias a la interacción entre sonidos y silencios. Hay, por tanto, una tensión esencial en esta pieza. Que, mientras en la vida terminamos buscando rutinas y anclajes, en el arte queremos que sucedan muchos eventos. Eso explica las taquilleras y frenéticas películas de superhéroes, que dejan pocos vacíos de eventos. Cuando supuestamente “no sucede nada” emerge aquello que se nos había pasado por alto entretanto. Aquello que podría poner en riesgo nuestra tan esperada estabilidad, nuestro tiempo disponible.

La expansión del sonido es el asunto central que le ocupa a Helga Arias en su Milk spilt on a Stone. El título proviene de un poema de Yeats:

 

Spilt milk

We that have done and thought,

That have thought and done,

Must ramble, and thin out,

Like milk spilt on a Stone.

Leche derramada

Nosotros que hemos hecho y pensado,

que hemos pensado y hecho,

debemos reflexionar y diluirnos,

como leche derramada sobre una piedra.



En español, poco nos dice eso de “leche derramada”. La traducción siempre se deja algo por el camino. Sin embargo, “Spilt milk”, en inglés, se refiere a los errores irrevocables. En términos del tiempo, que es el problema vertebrador de la propuesta, se trata del no poder volver atrás. El Ctrl+Z que nos propone la informática es una ficción sobre nuestra cotidianidad. No se puede borrar un error. Quizá, como mucho, justamente dejar pasar el tiempo. La “leche derramada”, como cualquier otro líquido, se extiende por una superficie e impide, para siempre ser recogido. Se fusiona con la superficie que lo engulle. Esta es la figura sonora que aparece en el trabajo de Arias. Sonidos oscilantes van pasando de una voz a otra, que confluyen hasta casi la indistinción paulatina. La obra se construye en tres grandes bloques, siempre marcados por lentas micromodificaciones tímbricas. Así, el primero de ellos se caracteriza por el surgimiento, como a cámara lenta, del sonido desde los acordes iniciales, con una cuidadísima textura vertical. La segunda parte sería la expansión del material sonoro escondido en esos acordes iniciales, como si se fuesen poco a poco desplazando sus elementos constitutivos, mediante un preciosista trabajo del timbre. La obra acaba con la disolución del sonido. Quizá porque la superficie que absorbe al sonido es el silencio, como la piedra a la leche.


En varios lugares ha trabajo específicamente Hachè Costa, el problema del tiempo, como es el caso de Passato, Presente, Futurismo (2018), donde el tema es cómo enfrentarse a y dialogar con la construcción de una tradición, que tanto peso tiene sobre la definición de la música. Con SPECIES || an essay on evolution of sound & animals, de Hachè Costa, dos temas -al menos- aparecen en primer plano. Por un lado, el problema de la evolución y, por otro, y directamente relacionado, cómo se ha organizado a partir de ella la existencia. La organización antropomórfica se ha impuesto para determinar qué formas de existencia se ponen por encima y cuáles por debajo y cómo, a partir de las superiores, se entiende todo lo demás. Es ya desde hace unos años motivo de debate por qué la música se ha venido definiendo desde lo humano y cómo se ha impuesto a partir de eso humano lo que es más o menos musical según obedezca o no a las exigencias humanas. La zoomusicología, en este sentido, ha sido pionera en la reflexión sobre si los animales tendrían o no música y cómo responder de una forma u otra pondría en duda lo que entendemos por música. Así que a través de esta pieza se problematiza sobre el significado y alcance de la evolución. Ésta sucede en largos periodos que van más allá de las vidas individuales de los humanos, las cuales vivimos sin saber muy bien cómo participamos en la evolución, que sucede a través y a pesar de nosotros. Lo que sí sabemos algo mejor, entonces, es cómo nombramos eso que sucede en la evolución que se nos presenta cuando miramos hacia atrás. Pero, como ya apuntamos en la introducción, en lo artístico el progreso no se puede determinar de forma unívoca. Quizá en la evolución, en lo que afecta a las artes, tampoco. De este modo, la propuesta de Hachè Costa es trabajar críticamente el significado y alcance de la  evolución del material musical, incidiendo en su cercanía a lo biológico desde categorías como “mutación” y “supervivencia”.  

Hay una gran distancia entre lo que llevó a Aperghis a componer Signaux y el resultado sonoro. Y es que la primera idea para la pieza surgió del cambio, pocas veces pleno de sentido para nosotros, de las luces en las pistas de aterrizaje de los aeropuertos. Sin embargo, Signaux va más allá de tratar de plasmar la fascinación por esas líneas luminosas en movimiento. Toda la pieza se construye sobre tres series de ocho notas, pero dispuestas a libre elección de los intérpretes, que pueden empezar por la misma página o por otra, y ordenar las partituras como gusten. Este ejercicio de libertad del intérprete fue algo esencial desde los años 60, cuando se comenzó a problematizar la centralidad del compositor para tener la última palabra sobre la ordenación del sonido como musical. Se consideraba que el intérprete y también el oyente tenían que ser partes fundamentales en el proceso de composición. El intérprete, entonces, dejaba de ser un mero reproductor de una idea brillante y distinguida de un genio -como se proponía en el romanticismo- sino un re-productor, es decir, alguien que volvía a hacer. El oyente, según la escucha que desarrolle ante cada pieza, adquiere un compromiso u otro con respecto a ella. El material sencillo de esta obra nos permite, así, ver el proceso de re-producir del intérprete y también encontrar distintos caminos para nuestra escucha. Así que, lo que podríamos tildar inicialmente como un ejercicio de mero azar, es decir, aquello que es absolutamente inesperado, más bien nos resitúa como plenos partícipes en el proceso temporal que abre una obra. El evento sonoro no es casual, sino efecto de la causa propiciada por nosotros mismos cuando disponemos nuestro tiempo junto al de la música.

También de un material muy sencillo se construye Hyperbaton, de Alex Buess. Eso le permite encontrar muchos huecos desde los que expandir, modificar y tergiversar ese material. Como en la pieza de Aperghis, hay algo de encuentro fascinado con las posibilidades del material, que recuerdan a la relación de los niños con la música, que exploran sin prejuicio los objetos. No obstante, el camino que toma Hyperbaton se dirige a pensar en la complejidad de la estructura lingüística. El hipérbaton es una figura retórica donde se altera el orden sintáctico de las frases para enfatizar o potenciar el significado de una frase. Quizá para muchos esto del hipérbaton es una cosa solo de filólogos, pero pronto verán que hay un tipo que usamos a menudo – y que, de hecho, ya ha parecido numerosas veces en este texto-: el paréntesis. El hipérbaton, a nivel temporal, por tanto, lo que propone es interrumpir, alterar o reorganizar el orden de aparición de los elementos que olvidan lo supuestamente correcto -según la norma, dado por lo formal, como en el caso de la obra de Bernal- por lo expresivo, que siempre excede lo normativo. De este modo, Buess trata de tematizar el tiempo como ordenador y ordenado a favor de una experiencia cualitativa del tiempo, pensando en aquello que lo llena de contenido y no solo como forma indiferente a aquello que porta. Para ello, trabaja desde el horror vacui rítmico donde se suceden las desviaciones, como si el discurso musical se interrumpiera constantemente a sí mismo.

En el poema del que proviene el verso que titula el concierto, Fuertes nos confesaba que “el pasado me pisa y me posa/ y al final me posee”. El concierto, justamente, va de cómo el tiempo, a través de la música, renuncia a toda forma de posesión y, más bien, pone en juego la fragilidad de la definición del tiempo desde lo cronológico, que es desde donde nos experimentamos. De este modo, se muestra que todo lo temporal, también lo musical, es siempre provisional. No nos basta el pasado porque siempre está en peligro aquello que lo nombra como tal.